Juegos gravitatorios: de la Tierra a la Luna… dando un rodeo

David Galadí-Enríquez, Doctor en Física que trabaja en el Centro Astronómico Hispano Alemán (Observatorio de Calar Alto) como astrónomo técnico y responsable de comunicación, ha vuelto a deleitarnos con un excelente artículo en la revista digital caosyciencia.com que comenta sobre las ciertas similitudes e incoherencias que tiene la historia de Julio Verne y los viajes a la Luna reales. Algunas cosas que comenta Verne en su novela son imposibles porque no cumplen las leyes de la física, y Galadí-Enríquez lo explica muy bien:

Cómo no citar a Julio Verne al tratar los viajes a la Luna. El autor francés plasmó sus ideas acerca de este asunto en dos novelas consecutivas, De la Tierra a la Luna (1865) y Alrededor de la Luna (1870). Ahora que los viajes a nuestro satélite ya son una realidad, es fácil releer las obras de Verne y criticar sus desaciertos, aunque también es verdad que sorprenden muchos de los aspectos en los que tenía razón. Como ya se explicó en un artículo de caosyciencia hace unos años, muchas de las propuestas del novelista francés no pueden realizarse por limitaciones de carácter físico o práctico.

Los viajes verdaderos a la Luna efectuados por sondas automáticas o naves tripuladas desde el año 1959 se basaron, y se basan, en principios muy distintos a los que consideró el futurista galo. La diferencia más clara entre la aventura novelada del siglo XIX y la realidad actual se halla en el método de propulsión. Mientras que Verne imaginó un cañón gigante que proporcionaba a un proyectil, de un solo golpe, toda la energía necesaria para alcanzar la Luna, los vehículos actuales llegan a nuestro satélite impulsados por cohetes que aportan velocidad a las sondas o naves de una manera paulatina. Entre ambos métodos hay un contraste brutal. El disparo novelado habría destruido el proyectil en el acto, aunque sólo fuera por el rozamiento con el aire a la velocidad elevadísima con la que el aparato abandonaría la boca del cañón. Los cohetes, en cambio, empujan las naves poco a poco, de modo que cruzan las capas más densas de la atmósfera con rapidez moderada: las grandes velocidades requeridas para el salto a la Luna solo se alcanzan una vez que el ingenio espacial se ha adentrado en el vacío, a más de 200 km de altitud sobre la superficie terrestre.

La diferencia entre el cohete y el cañón, que va mucho más allá del efecto comentado debido al rozamiento con el aire, se suele comprender con facilidad cuando se explica al público general. Pero la mayoría de las personas tienen una idea sobre cómo se desarrolla el resto del viaje real a la Luna que resulta muy semejante a lo que imaginó Verne. Consideremos, por ejemplo, la trayectoria que siguen los vehículos espaciales para ir de la Tierra a la Luna. Verne no entró en muchos detalles al respecto, pero de su relato, y de los grabados que suelen acompañar las ediciones antiguas y modernas de estas novelas, se deduce que suponía, de manera implícita, una trayectoria más o menos rectilínea. En las ilustraciones que plasman el momento del disparo suele aparecer, por cierto, la mismísima Luna en el campo de visión, como si el lanzamiento de los aventureros intrépidos hacia el espacio se asemejara al acto de apuntar un fusil y apretar el gatillo. Como en el tiro al blanco deportivo que se practica en la Tierra, el cañón descomunal llamado Columbiad se dirige al objetivo, se hace fuego, y el proyectil sale lanzado en línea más o menos recta hasta alcanzar el blanco.

Muchas personas mantienen una visión intuitiva del viaje real a la Luna parecida a la descrita. Aunque es obvio que en la realidad no se dispara ningún cañón, la imaginación popular suele asumir (sin hacerlo explícito ni reflexionar mucho más al respecto) que el cohete asciende con el aparato espacial a bordo, y que lo hace apuntado hacia la Luna y en una trayectoria rectilínea. Nada más lejos de la realidad.

El movimiento de un cohete en el espacio depende, por supuesto, de sus propios sistemas de propulsión. Pero el aparato evoluciona sometido a los campos gravitatorios de la Luna y, sobre todo, de la cercana y enorme Tierra. No se puede ignorar el influjo de la atracción gravitatoria terrestre, que impone restricciones ineludibles a la forma de las trayectorias permitidas, así como al ritmo al que se pueden recorrer.

Las leyes naturales no prohíben, en principio, ascender hacia la Luna en línea recta y con una velocidad arbitraria, pero en cuanto se analiza la física del problema salta a la vista que atacar de ese modo el viaje resulta total y absolutamente inviable por motivos prácticos: se requerirían cantidades colosales de energía, que implicarían construir naves y cohetes de proporciones ciclópeas. Además, por motivos de seguridad, de precisión en la navegación y para ampliar los intervalos en los que los lanzamientos son posibles, se evita el ascenso directo de la Tierra a la Luna. El camino se recorre siempre en al menos dos pasos. Primero se levanta la nave hasta colocarla en órbita alrededor de la Tierra a una altitud no muy grande, de unos 200 km sobre el suelo. El vehículo permanece unas horas en esta órbita de aparcamiento, lo que permite comprobar que los sistemas funcionan y, también, esperar hasta que la nave se encuentre en la posición idónea alrededor de la Tierra para que un nuevo encendido de los motores cohete la coloque en la trayectoria translunar óptima.

Simplifiquemos el problema para captar mejor sus rasgos más relevantes. Supongamos que la Luna se encuentra en una órbita circular alrededor de la Tierra, a una distancia de su centro de unos 384.000 km. Como se trata de abandonar la Tierra para alcanzar la órbita lunar, y como nuestro satélite natural tiene una masa mucho menor que el planeta donde vivimos, despreciaremos también, como primera aproximación, el influjo gravitatorio de la Luna. La órbita de aparcamiento se puede considerar circular y situada en el mismo plano que la trayectoria de la Luna. Si esta órbita de partida se levanta 200 km sobre el suelo, su radio, medido desde el centro de la Tierra, asciende a unos 6.600 km y la nave da una vuelta a la Tierra en unos 90 minutos.

Nuestro objetivo consiste en pasar desde una órbita baja (la de aparcamiento) hasta una órbita muy alta (la de la Luna). Vale la pena intentar dar el salto ahorrando toda la energía posible, lo que se traducirá en un consumo de combustible mucho menor y, por tanto, en un cohete más ligero que permitirá maximizar la masa de la carga útil: la sonda automática o la nave tripulada que debe llegar hasta la Luna. Aunque parezca mentira, este problema ya fue planteado y resuelto en el año 1925 por el alemán Walter Hohmann. La respuesta es la siguiente: hay que colocar la nave espacial en una órbita elíptica cuyo punto más cercano a la Tierra (perigeo) toque de manera tangencial la órbita de aparcamiento, y con el punto más alejado (apogeo) justo rozando la órbita lunar. Dicho de otro modo, la trayectoria translunar que implica un consumo mínimo de energía debe tener el perigeo a 6.600 km del centro de la Tierra y el apogeo a 384.000 km. Esta trayectoria recibe el nombre, poco sorprendente, de órbita de Hohmann.

La trayectoria de Hohmann garantiza alcanzar la órbita lunar con un gasto mínimo de energía pero, aun así, las cantidades implicadas son grandiosas. Para que la nave pase de la órbita de aparcamiento a este tipo de trayectoria translunar hay que aplicarle un impulso que incremente su energía cinética en nada menos que el equivalente a siete millones de calorías (30 millones de julios) por cada kilogramos de masa. Si aplicáramos la misma cantidad de energía no a acelerar el aparato espacial, sino a calentar un gramo de agua, lo haríamos pasar instantáneamente desde una temperatura de cero grados a otra de siete millones de grados. Y un vehículo lunar Apollo (nave completa más la etapa superior del cohete) puede superar los 150.000 kg, con lo que estaríamos hablando de energías totales del orden del billón de calorías (más de 4 billones de julios). Esa es la energía mínima que hay que aportar a una nave espacial para que llegue a la Luna desde la órbita de aparcamiento.

Como es fácil de entender, una trayectoria translunar barata no facilita el trayecto más rápido. Una nave espacial que se aproxime a la Luna en una órbita de Hohmann da un rodeo considerable y avanza con una velocidad variable determinada por las leyes del movimiento planetario de Kepler. A medida que el vehículo se aleja de la Tierra y se aproxima a la órbita lunar, su velocidad respecto de la Tierra va disminuyendo. El tiempo requerido para recorrer la trayectoria translunar de Hohmann desde una órbita de aparcamiento típica asciende a unas 120 horas, cinco días completos.

Si se dispone de un cohete potente, y si el aparato que se quiere enviar a la Luna no posee una masa excesiva, entonces se pueden trazar órbitas menos económicas pero más rápidas. El primer ingenio humano que impactó en la Luna, la sonda soviética Luna 2, salvó la distancia entre la Tierra y su satélite natural en apenas 35 horas. En cambio, las misiones soviéticas más pesadas, como las destinadas a la recogida automática de muestras lunares o las que llevaron vehículos todoterreno automáticos, debían aprovechar bien todo el empuje disponible y cubrieron el camino desde la Tierra a lo largo de trayectorias muy parecidas a las de mínima energía de tipo Hohmann.

Se podría pensar que las misiones tripuladas Apollo, con sus naves tan pesadas, estarían obligadas también a seguir este tipo de trayectorias. Pero alargar mucho el viaje hasta la Luna (tanto de ida como de regreso) no conviene, porque los sistemas tienen que mantener vivos a los tripulantes, lo que implica mayores cantidades de consumibles, aparte de más riesgos debidos a la radiación en las zonas del espacio no protegidas por la magnetosfera terrestre. En consecuencia, las misiones Apollo se diseñaron dotadas de un cohete propulsor enorme que permitía alcanzar la Luna a lo largo de trayectorias más rápidas, de poco más de tres días.

Como curiosidad, recordemos que Julio Verne estimó en 97 horas el tiempo necesitado por su proyectil para llegar a la Luna, una cantidad algo inferior a las 120 horas que requeriría una trayectoria de energía mínima pero muy similar al tiempo invertido por las misiones soviéticas más pesadas. Por supuesto, se trata de una casualidad, porque Verne escribió sus novelas bastante antes de que Hohmann resolviera este problema de mecánica celeste.

Las trayectorias de Hohmann son interesantes no tan solo para el viaje a la Luna, sino que sirven como soluciones adecuadas también para otros tipos de recorridos por el espacio. Por ejemplo, pensemos en cómo llevar un satélite de comunicaciones a la órbita geoestacionaria. Se trata de una órbita que dista unos 42.000 km del centro de la Tierra y en la cual los satélites giran alrededor del planeta al mismo ritmo al que rota nuestro mundo, de modo que se mantienen «colgados» siempre sobre el mismo lugar de la superficie terrestre. Supongamos que queremos alcanzar esta órbita a partir de una órbita normal de aparcamiento como las mencionadas antes. Esto se hace siempre por medio de una trayectoria de mínima energía de Hohmann que, para este viaje particular, recibe el nombre de órbita de trasferencia geoestacionaria (GTO, geostationary transfer orbit). El tiempo requerido para pasar desde una órbita de aparcamiento a 200 km de altitud hasta la órbitas geoestacionaria a lo largo de una trayectoria de mínima energía es de unas cinco horas, y para ello hay que aplicar al satélite artificial un incremento de velocidad que equivale, en términos de energía cinética, a cinco millones de calorías (22 millones de julios) por cada kilogramo de masa.

Las trayectorias de mínima energía de Hohmann encuentran también aplicaciones muy interesantes en el viaje interplaneteario, para viajar a Venus, Marte o incluso Júpiter. Pero este asunto será motivo de otro artículo en esta misma serie.


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